–Lo siento, señor. Salvamos las memorias que pudimos.
El doctor me miraba con una expresión vacía. Esto ya había ocurrido antes, o al menos eso me parecía. El tiempo pasaba muy despacio.
–Tenemos opciones, está estable ahora. Afortunadamente, la mayoría se guardaron en la nube.
Siempre era un riesgo con esta tecnología. Todavía era demasiado nueva.
–Acaban de hacer lectores de estado sólido de dieciséis terabytes. Son muy económicos.

En los Estados Unidos ya éramos varios los que habíamos celebrado nuestro cumpleaños número ciento veinticinco, una hazaña increíble para la medicina. Esta tecnología mental era el siguiente paso en esta dirección. El aparato buscaba guardar las memorias de estos centenarios con deterioro cerebral. Sin embargo, era necesario crear copias de seguridad cada dos semanas para evitar demasiada pérdida.
–Nuestros técnicos todavía están evaluando los daños. Sabremos más mañana.
Todavía no había leyes que estandarizaran los procedimientos, ni que protegieran a los afectados por las inevitables complicaciones. Nadie había usado este tipo de tecnología antes.
–¿Tiene alguna pregunta, señor Pessoa?
Negué con mi cabeza. Mi mente estaba demasiado nublada para pensar. Me levanté despacio.
–Si tiene más preguntas, por favor, llámeme. –Se levantó también y me dio su tarjeta. La miré en mi mano, pero mis ojos no la comprendieron.
El resto del día fue un borrón. El camino hasta mi coche. El viaje de vuelta a casa. Todo lo que podía hacer era esperar. No recuerdo qué cené. Creo que me duché, me cepillé los dientes. Dormí sin soñar.
Al día siguiente, después de desayunar, sonó mi celular. Era él.
–Tenemos más novedades. ¿Puede venir pronto?
–¡Sí, por supuesto! Llegaré a las diez.
–Hasta las diez.
Mientras conducía hacia el hospital, pensé en esperar lo mejor y prepararme para lo peor. Me dio las novedades en su oficina.
–¿Qué pasó? –le pregunté.
–Pues, no sé cómo decirle esto. Fue un accidente cerebrovascular, un problema entre el hardware y el hipocampo. Hubo mucho daño colateral en la amígdala también. Quizás haya más daño en otras regiones más oscuras, necesitamos más exámenes para estar seguros.
–Ya veo.
–No se preocupe, tenemos opciones. Tenemos suficientes memorias y estructuras de su mente para llevar a cabo un restablecimiento completo. Ya hemos realizado este procedimiento innumerables veces con menos datos mentales.
–¿Y qué pasó con sus otros pacientes?
–Pues, como los demás pacientes, no necesitaría asistencia médica después de esta operación.
–¿Pero…?
–El problema es que tendrá la mayoría de sus recuerdos, pero no el contexto en el que se produjeron. Será muy difícil enseñárselas otra vez. Nuestros registros indican que usted es el único familiar aquí.
–Es verdad. ¿Hay otras opciones?
–Es la opción con la mejor probabilidad de éxito.
–Tendré que pensarlo.
–Por supuesto. Le enviaré más opciones y los detalles por correo electrónico. Tiene unos días cubiertos por el seguro.
Me fui del hospital cinco minutos después. Mi mente estaba llena de opciones, precios, y complicaciones. Me sorprendió no haber tenido un accidente de auto.
Esa noche, tuve el sueño más perturbador de toda mi vida. Había un grupo grande de personas. Estaban de pie en un campo, sin apenas moverse. Yo caminaba despacio alrededor de sus cuerpos; sus ojos estaban faltos de luz. ¿Qué estaban esperando? Me detuve frente a uno de ellos. Me resultaba familiar, pero no estaba seguro. Vi un destello de electricidad en sus sienes, un titileo de luz detrás de sus ojos. De repente, me agarró el brazo. Miré con terror su cara y sus ojos vacíos.
–Ya morí. Porfa, no más. –me dijo despacio, con mucha dificultad.
–No quiero estar solo –le confesé sin pensar.
–¿Y por esta razón debo sufrir como una cáscara de persona? Dele al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Me dio una especie de sonrisa y se disolvió en cenizas. Los otros se disolvieron también, dejándome solo en el campo, rodeado de cenizas y microchips.
Me desperté al amanecer. Recordé que había soñado con algo horrible, pero el resto ya no lo recordaba. No me importó. Ya había decidido lo que tenía que hacer.
–Ya hemos enviado una copia de seguridad a su cuenta. Todas las memorias que teníamos. Una copia de su vida.
–Gracias, lo aprecio.
–Entiendo totalmente su decisión, señor. Si tan solo tuviéramos mejor tecnología, quizás esta situación hubiera sido diferente.
–Quizás.
Él parecía percibir mi apatía ante su declaración.
–Tómese su tiempo. –me dijo, saliendo de la habitación.
Estaba aislado. Miré su cuerpo, inmóvil, como si todavía estuviera durmiendo. Recité una breve oración, una de sus favoritas.
El silencio llenó el cuarto. Pensé en sus recuerdos y el tiempo que habíamos pasado juntos. No quería estar sin mi familia, pero quería respetar su legado.
Me di cuenta de que sus recuerdos perdurarían en los míos.
Quizás una persona solo está muerta cuando todos la olvidan.
No sería justo prolongarlo. Llegó la hora. Miré su cara por última vez y desenchufé el banco de memoria.
–Adiós, abuela. Saluda al abuelo por mí.